Ponciano Rocabado quedó tan preocupado por la predicción de las hojas de coca que no pudo evitar contárselo a su compadre, Israel Ramírez. Al principio éste le reprendió por estar creyendo en cosas de brujas, pero luego se preocupó cuando Ponciano Rocabado le contó que la coca detalló, con lujo de detalles, las tramoyas en las que ellos andaban metidos.
Por aquel tiempo se realizaba una más de las interminables y repetitivas marchas desde Caracollo hasta La Paz. Esta vez no era la Marcha por la Vida del siglo pasado, ni las infinitas marchas por esta o aquella demanda, esta vez era para apoyar al gobierno de turno. Como siempre, el poder quería arroparse en las masas, necesitaba mostrarse ante el mundo como el gobierno de los pobres, para los pobres y por los pobres.
La noche anterior a la marcha, Ponciano Rocabado se topó con la partera del pueblo, una mujer entrada en años que había heredado de sus tatarabuelos el viejo don de leer en la coca. Ruperta Torrico, que era como se llamaba la mujer, identificó rápidamente que Ponciano Rocabado estaba nuevamente en una de sus tantas correrías, y convencida de que hacía mal, decidió jugarle una mala pasada.
La adivina sentó al hombre en una banca de la plaza y en menos de quince minutos le leyó el futuro y le evidenció el presente. Ruperta Torrico le espolvoreó la coca frente a sus narices, pero no sacó de ahí lo que afirmó, pues lo que dijo lo supo por simple deducción.
— Te están usando —le dijo— ayer te pagaron para ir a quemar las ciudades, hoy te pagarán para que vayas a una marcha en tierras frías.
— Es para defender nuestro trabajo—aseveró orgulloso el hombre.
— Te equivocas —le respondió la mujer— ayer decías que por los bloqueos contra tu régimen no podías trabajar, pero ahora tienes hasta tiempo para ir a marchar. Además, todos saben que tú y tu punta de vándalos no van a marchar por convicción, van porque les pagan.
— Voy porque defiendo a nuestro gobierno.
— Tampoco — dijo la mujer— no es tu gobierno, porque a ellos no les interesas.
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