¡Al carajo!



Como una explosión contenida la bronca subió por su traquea, se encaramó a su faringe, se desparramó por su garganta, embadurnó sus dientes, corroyó sus encías y finalmente emergio como un vomito de indignación: ー ¡Al carajo! ーgritó. El aliento de frustración y el aliento de reclamo que exhalaba su alma, era una mezcla de irritación mal digerida por la incapacidad de las autoridades, la corrupción del sistema judicial, la inseguridad y el incremento de la delincuencia. Maclovio Salazar sintió entonces un confuso sentimiento mezcla de vergüenza y piedad, no era que le incomodaba estar muerto, porque difunto y enterrado estaba hace tiempo, y nunca jamás le intereso nada más que saber si existía o no un Dios. Ahora, muerto como estaba, sabía que no había ni Dios, ni infierno, ni cielo, ni purgatorio; y que lo único cierto y evidente es que uno seguía de aquí para allá, deambulando en un infinito sitio idéntico al cual rondaba uno en vida, pero mal armado. Mal podría afirmarse que esa interrogante, ahora resuelta, le dio el pie para su más reciente preocupación: su descendencia. Pasaba que sus hijos y sus nietos seguían sus días en un mundo de vivos que mataban y robaban como si nada, en un país rico como ninguno pero corrupto como muchos, en una ciudad insegura en la que uno debía cuidarse tanto del delincuente como del policía corrupto, un lugar donde la justicia no era justa y donde la política era la prioridad. ー ¡Qué carajo! ー volvió a decir Maclovio Salazar. Su preocupación, que era compartida por muchos muertos con quienes él solía compartir el panteón, se transformó en un aliento helado que llegó a sus familiares y que estos no supieron identificar y confundieron con los días más fríos del invierno.

(Imagen tomada de la escultura El beso de la Muerte de Jaume Barba) 

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