Una historia como el país



José Salazar era un boliviano común y corriente, había nacido en las alturas de las montañas, crecido en los llanos y terminó viviendo en un hermoso paraje en el corazón del país; su vida la pasó entre aprender a subsistir y dejarse llevar por la casualidad. A sus 80 años, cuando se enteró del confinamiento, no tuvo más remedio que enclaustrarse en las penumbras de su propio hogar.

—Nos escondemos como ratas —afirmó en cierta ocasión.

—Mejor eso que morir —le respondió Florencia Guamán, su esposa.

En aquel tiempo la muerte rondaba en las esquinas y dejaba cadáveres en las vías públicas en espera de que alguien los entierre.

Cuando un buen día alguien tocó a su puerta, él y su esposa se espantaron. Los ancianos no tenían familia conocida, alejados de las obligaciones sociales desde hace muchos años nunca esperaban la visita de nadie, menos aún en tiempo de peste. Tardaron no uno ni dos minutos, pues el tiempo se extravió entre ver qué se ponían como barbijos y en tener algo de alcohol a mano. Abrieron. Era un político.

Se llamaba Serafín Moscote, un político de cola larga, en su época de aprendiz de corrupto se había titulado con honores siendo elegido sucesivamente diputado y luego senador. Hinchado y rojo de tanto caminar, el senador Moscote hizo una reverencia y se inclinó ante José Salazar y Florencia Guamán, tras suyo, una comitiva de jovencitos cargaba pancartas y banderitas de colores y parecían entender a su candidato como el presagio de la prosperidad.

—He venido a pedirles su voto —aseveró el senador Moscote con una amplia sonrisa que se incrustó en su atortugado cuello.

José Salazar y Florencia Guamán no respondieron, no daban crédito a sus ojos y les atormentaba aquella presencia.

—¿No me han entendido? —Insistió Serafín Moscote.

Un retortijón de la conciencia sacó a la pareja de su ensimismamiento.

—Sí, sí le entendimos —aseveró José Salazar— sólo que apenas ahora descubro cuánto asco me dan los tipos como usted.

El senador Moscote, acostumbrado a la postración de su moral, ignoró lo dicho e insistió con su pedido.

—Usted fue nuestro gobierno los últimos 14 años —acotó Florencia Guamán—. ¿Por qué habría de votar por usted? Los suyos amedrentan a las ciudades bloqueando los caminos, odian a los que no piensan como ustedes y son capaces de armar una guerra civil sólo por el hecho de no dejar el poder.

—Entiendo —replicó Serafín Moscote abandonando su falsa sonrisa y ensombreciendo el rostro—. Usted y su esposa son unos imperialistas, complotando contra el pueblo y, evidentemente, tienen ideas racistas.

—Lárguese —ordenó de mala gana José Salazar—. Deje de molestar a la gente decente.

El senador Moscote se secó el espeso sudor de la frente y se dirigió a la puerta vecina donde nuevamente estremeció sus labios con una amplia sonrisa.

José Salazar y Florencia Guamán se miraron y cerraron la puerta.

—¿Por qué los otros candidatos no vienen? —preguntó Florencia Guamán.

—Porque no pelean por el país, pelean por el poder. Todos quieren ser presidentes, todos se creen imprescindibles —respondió José Salazar.

Aturdidos por lo sucedido entraron a la casa y se sentaron bajo la sombra de un viejo molle que crecía en su patio.

—¿Qué haremos ahora? —preguntó Florencia Guzmán.

—Nada —respondió él—. Esperar a morirnos. Como el país.



(Imagen tomada de archivos de Internet: Freepick vía Google)

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