Los marranos y la gente buena



 ー ¡Los políticos son unos marranos! ーgritó cuarteando el pellejo el abuelo Simón. 

Corría una leve brisa por la Cochabamba de fines de febrero del tiempo de la peste, el abnegado cielo parecía consternado ante los contratiempos de la política nacional y un lánguido amanecer se precipitaba sobre la ciudad.

Sebastián López, el nieto intelectual que había amedrentado la eterna mala suerte de la familia obteniendo una beca en el extranjero, se atrevió a preguntar al patriarca del hogar sobre su voto en las venideras elecciones subnacionales. 

El abuelo Simón, desempolvando las cenizas de la razón, tuvo aún la claridad de identificar con certeza al grupo de miserables que desde siempre abusaba del poder para enriquecer sus propias arcas. La reverberación apasionada del anciano reflejó de modo abrumador aquella ciénaga hedionda en la que se había convertido la política boliviana. 

El nieto, en cuya mente aún navegaba la diáfana pregunta que él mismo había planteado, se dió cuenta que su ciudad natal necesitaba de un líder que priorice la salud, la seguridad y los servicios básicos. «Eso es lo esencial», se dijo para sus adentros. Luego, inspirado por la esperanza de aquellos que anhelan un mañana mejor, soñó con los proyectos que podrían cambiar a Cochabamba y hacerla una ciudad del siglo XXI.

«Debiéramos de tener un medio efectivo de transporte, algo que se pague con tarjeta magnética y que incluya un metro, buses eléctricos y hasta trenes. Además sería ideal que por fin se oculten bajo tierra o en las paredes esos terribles cableados que pintarrajean la ciudad», concibió. Un par de pestañeos más y Sebastián se animó a dar una propuesta adicional: «debieran de prohibir el comercio informal que devora las aceras y que compite injustamente contra los emprendedores  que pagan sus impuestos», reflexionó.

Como muchos soñadores bolivianos, Sebastián tuvo que bajar de sus nubes para aterrizar en los páramos de una realidad que deambulaba por los desfiladeros de la corrupción y la desilusión.

«Seguramente el autotransporte nunca aceptaría que cualquier medio de transporte distinto a las chatarras que manejan llegue a su ciudad, y si alguna autoridad lo intentara seguro que amaneceríamos bloqueados hasta las narices», pensó; luego su  mente siguió ocupándose de frustrar sus otras ideas. «Los cables que forman telarañas en cada esquina y que cada día se acumulan unos sobre los otros, nunca se irán, porque no es importante, porque eso no da las coimas de corrupción que otras cosas traen», comprendió. Tras inhalar un poco de un aire que le supo a fracaso replicó contra su propuesta final: «Jamás de los jamases se podrá prohibir el comercio informal, porque todos los alcaldes acuerdan con los comerciantes para que nos les toquen sus actividades, transan votos contra compromisos y cada vez son más y más los que van ocupando los espacios públicos como si fueran dueños de todo y sin respetar a nadie. Si no somos capaces de prohibir que en las esquinas estén limpiando los parabrisas ni que la gente use los basureros, peor aún será pelear contra los comerciantes».

Ante tal clarividencia, frustrado y acorralado por la realidad, pensó que la gente buena debería dedicarse a la política para poder mejorarlo todo.Luego se corrigió: «Eso tampoco pasará jamás, porque la gente buena no se dedica a la política».



(Imagen tomada de: https://images.app.goo.gl/YyxenYQZXaMasFHa8)

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