El colapso del alma

 


Ruperta Montiel, sin vergüenza alguna, fingió un colapso del alma, se declaró discriminada y maltratada, ultrajada y aborrecida; escupió al suelo porque en él debería estar enterrada en vez de tener que aguantar la indiferencia de un país que nada hacía por ella. Sus intenciones, hechas cenizas, se estrellaban contra las restricciones impuestas por el gobierno y que le perturbaban la integridad y el carácter. El enfermero de turno la miró, se compadeció íntimamente de ella y a los diez minutos de empezada la pataleta pidió ayuda de la fuerza pública para calmarla. «Ya le dije que no estamos vacunando a gente de su edad», le reiteró justo antes de verla abandonar la fila que ese día había empezado mucho antes de que salga el sol.

En el edificio señorial de losas de piedra y columnas latinas aumentaba un sentimiento de fastidio que, como el aserrín, parecía incrustarse en las fosas nasales de las decenas de personas que hacían fila para la vacuna contra la peste.  «¿Qué vacuna nos tocará?», cuestionó una anciana doncella. 

Hay quien dice que si te vacunas te vuelves un hombre lobo dijo un sujeto sin vestigios de vida interior. 

Yo no quiero la vacuna china dijo otra voz petrificada por el óxido de su propia existencia todo lo chino dura poco.

Excepto la maldita peste replicó un tercero que solía sobrevivir alimentando su rabia con los recuerdos de un tiempo mejor.

¡Mejor si nos toca la rusa! exclamó alguien.

Yo no quiero vacunas de zurdos, quiero la vacuna del Imperio, porque con esa puedes viajar por el mundo aseveró un sujeto de mirada tenaz.

Ruperta Montiel, que para entonces ya había asumido la idea de que no sería vacunada, pasó y alcanzó a oír la conversación. «Eso es lo de menos», respondió ella que había logrado sobrevivir al pasado aferrada a una soledad que nunca quiso dejar, «la mejor vacuna es la que esté a tu alcance», concluyó.

Con la impresión de que no existía entre todos ningún tipo de vínculo, la mujer complementó «deberían de vacunar a todos de una vez».

— A mí me da miedo, dicen que es peligroso —susurró una señora de rostro cuarteado por el frío. 

— Lo peligroso es la ignorancia de saturar los hospitales y las emergencias con gente a punto de morir porque nos creemos la primera imbecilidad que se nos cruza— respondió Ruperta Montiel.

A poco menos de dos metros un hombre con ropa anacrónica y ánimo derrumbado que trataba de ocultar una fiebre que le corría por la sangre como cal viva, afirmó: «Tanta discusión para que igual se vacune primero la hija del jefe».

Lo que pasa —dijo Ruperta Montiel es que hace rato al pueblo lo enterraron vivo. 

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