El dolor de Primitivo Castro



Desde entonces, incluso en los momentos más críticos de su vida, el rencor se apoderaba de él y aprisionaba su existencia como una mortaja sombría, nefasta e irremediable. No podía evitarlo, desde aquella noche lúgubre en que su hija fue víctima del golpe voraz que le arrebató la vida, desde el instante mismo en que su niña adorada vio alborotada su existencia con los incansables golpes y las errantes disculpas, desde que la niña de sus ojos fue asesinada por un hombre que luego se suicidó y le dejó a él evocando el recuerdo insuficiente de un pasado remoto.

Había pasado meses amargos de luto cerrado cuando empezó a indagar sobre las víctimas. Fue por casualidad, una mañana de invierno en la que Rufina Galarza, su vecina, le hizo notar que las mujeres asesinadas hoy, tenían dieciseis años o menos cuando fueron madres por primera vez: «Todos sufren por el asesinato de hoy y se atormentan por el criminal de ahora, pero olvidan el delito de ayer».

Ahí fue que se enteró que vivía en una sociedad dominada por depredadores sexuales. Las muchachitas, casi infantes, caían en las garras de unos hombres acostumbrados al estupro.

Día a día, tarde a tarde, movido por los retortijones de su consciencia, fue descifrando que la sociedad acostumbraba tolerar la violencia cotidiana del hombre y solía sancionar cualquier reclamo de la mujer. El golpe sobre el moretón, el empujón sobre la herida y el grito sobre la voluntad, eran cosa común. Por eso era que todos veían normal recibir cotidianamente el feminicidio nuestro de cada día.

Acostumbraba levantarse a las tres de la madrugada, para empezar todas las noches una batalla sin tregua contra la soledad, aquella que hoy le embargaba y que le recordaba cada instante, cada minuto, cada segundo, que su hija adorada ya no estaba con él.

Los primeros viernes solía ir a la Recoleta, pero nunca entraba a la iglesia porque estaba enojado con Dios, se paraba frente a la puerta inmensa y fría del templo, para tratar de que los feligreses de cartón se trastoquen en alguna acción, para que cambien sus oraciones por educar a sus hijos para que no se dejen mover por el instinto criminal, para que ellos dejen de creerse mejores que ellas. De nada servía. 

Los cuchicheos de los vecinos no paraban nunca, desde la muerte trágica de la niña de sus ojos, Primitivo Castro no había vuelto a sonreír. Sobre él caía un manto de amargura que nunca se iría, sino con la muerte.

Primitivo Castro pasaba de las puertas de las iglesias a los pasillos de los juzgados, gritando a voz en cuello que alguien debía hacer algo para evitar esta matanza silenciosa, chillando y panfleteando con papelitos de color que hablaban de la muerte de ellas y del poder mal entendido de ellos. 

Finalmente, rendido por la injusticia y sin saber contra quién más estrellarse, sintió la manito tierna de su hijita, era ella, no mujer como había muerto, sino niña como él la recordaba. 

ー Vámonos ya papá ーle dijo, y tomados de la mano se fueron para siempre.




(Photo by Jovana Rikalo/Stocksy , imagen tomada de: http://www.fubiz.net/en/2018/05/30/marvelous-black-white-portrait-photography-2/, se agradece la gentileza)


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