La muerte, la abogada y el jardín de lavandas



Hablar de reforma judicial sonaba a podrido, a fermentado y olvidado, no porque no era algo necesario, esencial y hasta imprescindible, pero sí porque sonaba a una quimera más propia de un cuento de hadas que de un sitio mal armado como Nardo. Cuando la autoridad de turno decidió aceptar la urgente necesidad de modificar el sistema legal y propuso medidas de forma, pero no de fondo, se ratificó que hablar de reformas era poco menos que una mentira mal disimulada. Por este tiempo era que la vetusta abogada Sofía Ramírez protestaba contra la corrupción de un sistema mal  engendrado, mal nacido y peor ejecutado. Su preocupación era tal, que en días interminables de protestas sucumbía ante la evidencia de que la justicia era un ideal inalcanzable. Anhelaba que la muerte se la lleve, porque en cavilaciones severas afirmaba: « ¡la justicia solo llega cuando una se muere!»

El lánguido domingo de septiembre en el  que la mujer dejó su bordado por el ladrido insistente de sus perros, no imaginó jamás que la muerte la encontraría. La vio parada en medio de su jardín de lavandas. La anciana identificó recién los signos inequívocos de la muerte, comprendió el significado de las polillas pardas tatuadas con una calavera que se despedazaban en las aspas de la ventiladora que trataba inútilmente de enfriar un aire incandescente, interpretó el frío inexplicable que le subió desde los pies y le escaló por el espinazo, y finalmente entendió el sueño repetitivo de su difunta madre visitándola en un eterno ir y venir desde el más allá.

Cuando la vio, la muerte depredadora no modificó su conducta. La rancia abogada, con sus ochenta y seis años, diez meses y once días, puso los dedos en cruz y los apuntó hacia la espectral figura que se erguía en medio de su jardín de lavandas. Contra lo que siempre pensó, la muerte no dio el zarpazo intempestivo ni el golpe de gracia, por el contrario pareció contentarse con contemplar las diminutas flores y disfrutar la agradable fragancia. Sofía Ramírez comprendió entonces que las disparatadas interpretaciones que la gente le daba a la muerte  no eran en absoluto ilusorias, pues aquella criatura tenía los ojos de socavón que le había contado llevaba su abuela y portaba la guadaña insaciable que solía describir su madre.

¡Por el amor de Dios! exclamó ¿Has venido a llevarme?

La muerte no se inmutó. Giró el rostro y con un tono de voz que pareció retumbar dentro la mente de la abogada, respondió.

Hoy no.

Sofía Ramírez no entendió, pero atinó a preguntar: «Al otro lado, en tu mundo, ¿existe la justicia?».

No seas ingenua le respondió la muerte donde exista la humanidad, no perdurará la justicia.

Al atardecer, Sofía Ramírez se sentó en el pórtico de su vivienda sintiendo aún el olor a las lavandas de su jardín, ya no anhelaba morir, tampoco le preocupaba vivir, sabía que en uno y otro lado la vaina era la misma.

(Imagen tomada de archivos públicos de Internet)

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