Nardo y el poder



Nardo siempre había sido aquel lugar mal armado, desencajado y algo estropeado donde Carlos Pelayo encontró el agua que alimentaba la tierra prometida por sus ancestros.

Al principio, cuando el coronel Gerardo Vicuña delimitaba las plazas y asignaba las tierras apuntándolas con el dedo, nadie sospechaba que era necesaria la presencia de un juez o de alguien que resuelva posibles disputas, sencillamente porque ninguno de los vecinos pensaba pelear por algo tan poco importante que no podía resolverse por medio de la amistad. Sin embargo, cuando aparecieron los primeros políticos y los curiosos burócratas de cuello blanco, no faltó quien observó que faltaba un órgano judicial que ponga en orden lo que ellos pensaban desordenar.

Los motivos fueron terminantes y no faltó excusa ni iniciativa para que la lucha por el poder se imponga por sobre el  bienestar común. Fue cosa de días para que los políticos de pacotilla y los asambleístas de morondanga provoquen los desmanes judiciales que su hígado les imponía. Ahí fue que se tuvo que improvisar  el primer proceso contencioso y se ordenó  habilitar un aula de la vieja escuela para usarlo como escenario de la pantomima jurídica. Nadie entendió cómo, pero entre el desborde de acusaciones y fórmulas legales nació la persecución del adversario y la victimización del querellante.

Curtidas las demandas, valoradas las pruebas y dictadas las sentencias, se hizo necesaria la primera cárcel que finalmente se armó en un cuartucho con barrotes de metal y una silla de madera que se instaló en las afueras del pueblo. Como la práctica se hizo común y con el tiempo al menos la mitad de los políticos tenían condena por maleantes y la mitad de los burócratas cargaba sentencia por corruptos, con el tiempo el ambiente quedó chico. Fue así que el cuartito de barrotes grises empezó a colindar con el pasillo de las puertas cerradas y con los múltiples ambientes que empezaron a proliferar incluso en los mal armados techos de calamina, todos desbordando reos de cuello blanco, todos vomitando el aire fétido de lo insano.

Cada vez que Carlos Pelayo pasaba frente a la cárcel, suspiraba recordando con nostalgia los tiempos en que la gente no se metía en juicios por cualquier vaina y anheló la época en que todos en el pueblo eran gente amiga.

Carlos Pelayo confirmó la impresión de que todo estaba podrido, cuando se enteró que en esa cárcel que destilaba corrupción, también  estaban los perseguidos políticos con prisión preventiva, los que sufrían el acoso, los que lloraban la injusticia. 

—¡Qué vaina! —dijo Carlos Pelayo, y luego se fue pensando mucho y haciendo poco. 




(Imagen tomada de: https://listado.mercadolibre.com.co/antigua-balanza-de-la-justicia#!messageGeolocation)


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