Rubén Alfange, la muerte y los animales

Abrumado por una incertidumbre que se le dispersaba por el espinazo y que luego se le juntaba en el pellejo, Rubén Alfange abrió los ojos en un mundo sacrílego, en un tiempo insondable y en un espacio extraño. Sus decrépitas memorias lo aterrorizaron por un momento, pues en un instante de perplejidad estuvo a punto de caer en el más profundo pánico cuando se dio cuenta que su recuerdo más cercano era el de su propio entierro.

ー Carajo ーdijoー me morí.

Aún desvelado por su vida desmantelada, se vio a sí mismo, con levita negra y gris corbatín, rematado por una palidez que nunca tuvo a pesar de las reiteradas parrandas que supo tener en honor a la servidumbre del amor, y momificándose ante el sopor del féretro insoportable. Lo habían enterrado un grupo de personas de carne y hueso, de amigos y colegas que lo querían, de intelectuales que lo apreciaban y de familiares que le extrañaban. Recordaba haber visto a su banquero de turno, a su madre intransigente, a su abogado senil e incluso a su compadre de toda la vida. Amordazado por el silencio de la muerte, vio el momento pernicioso en el que descendió el cajón, el instante preciso de las inquebrantables oraciones y el santiamén nostálgico en el que lo enterraron bajo tierra. 

ーNo entiendo ーafirmó.

Junto a él, en una reverberación lúgubre y perturbadora, vió a una cabra vieja y blanca. Poco le llamó la atención la presencia de aquel animal, pero el arrebato llegó cuando la criatura le clavó la mirada y le habló: «Si no crees en Dios, cree en los animales».

Trastornado por la visión, sordo a cualquier razonamiento, cayó en la más absoluta zozobra y sólo volvió al sentido de la realidad horas después. 

Atado a un poste como un espantapájaros, Rubén Alfange despertó a la sombra de un árbol de castaño a cuyo pie estaba la cabra blanca.Un escalofrío que le caló los huesos y le estremeció aún a pesar del sol, lo volvió a la convicción de la verdad.

ー Es muy simple ーdijo la cabraー los naipes dirán qué haremos contigo.

Movidas las quebradizas barajas y pronunciados los lúgubres versos, la pitonisa hecha cabra afirmó: «servirás de mascota».

Rubén Alfange no pudo cifrar los hilos con los que el tiempo hilaba su destino, incapacitado de comprender lo que sucedía, cayó en un desvanecimiento de la voluntad en el que imagen tras imagen se fueron sucediendo una serie de visiones que él nunca supo si eran realidad o ficción. Creyó ver un cuervo que usaba un monóculo, un cerdo que portaba una chistera y un zorro que caminaba indignado. Dudó si era real que las criaturas hablaban y sufrió con el sentido de sus palabras: «¡Ya llegó otro!», creyó escuchar al cuervo; «dice que servirá de mascota», definió el cerdo; «anotado y registrado», finalizó el zorro.

Rubén Alfange sólo volvería en sí para verse desnudo y estupefacto, con el cuello rodeado de un collar y al servicio de un buey de proporciones impresionantes. Recién ahí, mientras el buey paseaba a sus anchas por aquí y por allí, se dio cuenta que la muerte estaba dominada por animales. 

Nada sería aceptar que ahora quienes determinaban mandar eran los que antes doblaban el tronco para cumplir; porque lo realmente pavoroso fue ver que en los mercados mal armados de la muerte,  se vendían en sitios de muladar las bandejas con piezas bien seleccionadas de la carne humana de temporada,  que en los ganchos de colgar uno podía elegir la pierna de unos o el cogote de otros,  y que en los mostradores se cotizaba mejor la cadera más joven que el pellejo más viejo.  Así también se veía en las calles de puertas mal encajadas, que abundaba el pincho con carne de cuarentón, que se cotizaba menos que el emparedado con pierna de treintón y estas aún menos que los bocadillos de salón elaborados con carne de veinteañero. 

Todo esto en un mundo mal diseñado, pues así era la muerte, en una ciudad que parecía su ciudad, pero que no lo era, en un lugar donde los animales comían humanos y donde los otrora racionales eran las mascotas.

Ruben Alfange tuvo que aceptar que a la muerte llegabas por donde habías dejado la vida, en el mismo cajón de morondanga en el que fuiste a parar al patíbulo, y asumió con resignación que todo lo que se hace, se paga.

RONNIE PIÉROLA GÓMEZ


#historiasdeanimales


Comentarios