- ¿Qué hace usted acá? -preguntó.
El francés, que solía siempre desvariar en las pocas charlas que solía sostener, dudó si realmente se dirigía a él. Muy en lo profundo anhelaba que le hablen, pero por nada del mundo deseaba que le suceda como aquella vez que una pitonisa viajera se aburrió de su charla por el simple hecho de haber afirmado que nació un 18 de enero de 1689, y que de ejercicio y vocación era jurista y filósofo.
-Sepa usted que no puede, ni le dejarán firmar esos libros -afirmó la mujer.
Recién ahí el europeo se dio cuenta de que frente a él, en una mesita ubicada en plena calle, se exponían unos libros que la gente firmaba al pasar.
- ¿Y para qué firman? -preguntó el francés.
- Piden que la justicia sea independiente -respondió ella.
Fue en ese momento que el filósofo recordó que hace muchos años él mismo planteó la idea fundamental, básica y esencial, de la independencia de poderes. Para él era indispensable la separación de éstos, porque bajo su criterio no podía entenderse una sociedad, que no fuese una tiranía, sin este concepto tan básico. Por ello fue que, cuando se enteró para qué eran los libros, se espantó. No fue un susto de sorpresa, fue más bien el miedo profundo a entender, de golpe y sin anestesia, las continuas persecuciones, las permanentes denuncias de corrupción, las sentencias injustas, los criminales favorecidos, los políticos medidos con distinta vara y las licencias ilegales de las que se jactaba el gobierno.
- Con razón el país está como está ーalcanzó a susurrar el galo, segundos antes de darse cuenta de que no estaba vivo y que era un alma en pena vagando por un país sin justicia.
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