Diógenes Arrayan, la moral y el desparrame cerebral



Un áspero sentimiento de desazón se desató sobre el alma de Diógenes Arrayán, fue como una llovizna tenue y constante, un aguacero leve hecho de espinos y púas que se incrustaron uno por uno en su espíritu y que era algo insólito en alguien como él. Nadie, ni nada, desde hace mucho, lo había conducido por los derroteros de la derrota, no era de extrañar, porque su ocupación y oficio así lo demandaban. Pasaba que Diógenes Arrayán era un político de vocación, un sujeto hecho de aquella masa pegajosa y cartilaginosa que la gente solía llamar “pasta de político”. Ya sus ancestros supieron ganarse espacio ejerciendo como autoridades impuestas por los españoles y luego como representantes electos por las asambleas y finalmente como autoridades electas por los votantes, ellos, tal cual el senador Arrayán, supieron en su momento robar al Estado todo lo que pudieron y quisieron. Por ello era algo extraño y peculiar que en la mente de Diógenes Arrayán se despierte algo parecido a la reflexión, algo similar a la culpa y algo que él nunca pensó tener: moral. Sucede que la semana que terminaba, se presentaba con una noticia arrolladora: un submarino de juguete había colapsado con cinco millonarios que, en un arranque de extravagancia, quisieron conocer los restos de un barco hundido en el tiempo de los sombreros de copas y los paraguas. Nada sería la muerte de un grupo tan reducido, lo que incomodaba al político era saber el monto que cada uno de ellos había pagado por tan estrafalario deseo. ー Con eso se podría arreglar la vida de tanta gente ーafirmó. Semejante golpe de honestidad se debía a que aquella mañana, por un mal cálculo del destino, Diógenes Arrayan tropezó y se golpeó la cabeza dejando neutralizadas sus neuronas de corrupción y diluyendo sus sinapsis de malversación. Ante la inusual realidad que frente a su alma emergió, vio con otros ojos las calles cargadas de pobreza de su ciudad, las manos extendidas de la mendicidad y la desdicha del pobre por solemnidad. ーSomos un país miserable ーse dijo en voz baja. Su análisis era obvio, pero no lo había reconocido hasta ese instante en que dejó atrás sus cócteles de placer y sus reuniones de potentados en las que negociaba las comisiones del soborno y los abusos del poder. Habiéndose convertido, por primera vez, en un hombre honesto, tomó la decisión más sencilla: mirando aquí y escudriñando allá, encontró una buena pared en la que buscaba golpearse la cabeza para poder volver a ser el mismo de siempre: un político típico y tradicional. Diógenes Arrayán nunca sabría, sino hasta el último segundo de su vida, que aquel golpe le sería mortal, pues en el intento por volver a ser el corrupto feliz de antes, se rompería la testa y dejaría embarrados sus sesos en una de las tantas paredes de la ciudad.


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