Juan Carlos Machete, Carlos Juan Algodonal y la guerra


Juan Carlos Machete ingresó a su habitación a las ocho en punto de la noche, no soltó la perilla, su mano sudaba los nervios acumulados durante el día y sus venas marcaban sus desarrollados músculos, miró a la izquierda y luego a la derecha, sus pupilas se dilataron y sus párpados se estrecharon en clara persecución de algo, bajó el pronunciado mentón y tras escudriñar un poco, clavó la mirada en un objeto sencillo y común que estaba en el piso de su cuarto: su celular.

Por un descuido de la memoria, que aquella mañana se quebró bajó el peso de la improvisación y de los vanos intentos por llegar a tiempo a un trabajo necesario, pero jamás pensado, el dichoso aparatito había quedado en el suelo de su insalubre hogar.

En su trabajo como matón y custodio del ministro de turno, poco o nada tenía de tiempo para enterarse del mundo y sus alrededores, tampoco le interesaba, él era un tipo rudo y  eso era lo que importaba.

Cuando vio su teléfono tuvo que tragarse la realidad de que tenía los mensajes de siempre: recados de farra en los grupos de juerga y boliche y el porno de cada día disponible a discreción. Sin embargo le llamó la atención que ese mismo día se desató en el mundo una nueva guerra. Se alegró, pues sabía que la fuerza era la única razón que se imponía en el mundo y el poder era la única medida que valía en todo. Inicialmente se inclinó por la postura de un bando, pero luego le dió la razón al otro. Él siempre era así, se dejaba llevar por las masas y por los comentarios de Internet.

Cuando tocó a su puerta Carlos Juan Algodonal, su vecino de enfrente, no se sorprendió. El profesor de historia era el único que cada cierto tiempo se acercaba a preguntarle cómo estaba y le llevaba algunos víveres; por estos últimos era que Juan Carlos Machete le abría la puerta y toleraba su conversación, no era por real afecto, tampoco por respeto, le abría por interés.

Carlos Juan Algodonal, era un hombre de muchas virtudes; pasaba que al haber estudiado mucho y haberse graduado con las mejores notas, sabía de todo pero afirmaba que no sabía nada, por ello no valoraba la propiedad ni la tierra como lo solía hacer todo el mundo; tampoco creía en dios alguno, porque había aprendido,  por la experiencia y por la ciencia, que las religiones eran un invento humano no muy diferente a los cuentos para niños; y finalmente no valoraba el poder ni el dinero, porque esa era cosa de la gente de poca virtud, que divididos entre políticos y ambiciosos, se deleitaban maltratando al mundo.

En la conversación de aquel día, cuando Carlos Juan Algodonal afirmó: “ninguna guerra se justifica”, su eventual compañero afirmó con el rostro, pero negó con el alma.

Así también era el mundo: las personas sabias siempre eran gente de paz y los ignorantes siempre gente de guerra.



Imagen tomada de: https://elmed.io

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