Mario Afrecho y el curandero de almas


Cuando Mario Afrecho se enteró que estaba muerto, pasó semanas en silencio, no porque esperaba algo distinto del Más Allá, pero sí porque le frustraba no haber entendido el sentido de la vida. 

La mañana en la que un alma caritativa se le acercó y le sugirió que le haría bien buscar al curandero de almas, fue un momento de quiebre, porque sin pensarlo dos veces se levantó y caminó a las afueras del pueblo. Sin saber realmente dónde iba, deambuló por aquí y por allá, esperando identificar lo que buscaba con sólo verlo; así fue que pasó una hora, luego dos y finalmente toda la noche, todo sin encontrar al famoso curandero.

Cuando por fin decidió que ya no lo buscaría, por el simple hecho de que lo más seguro era que ni siquiera existía, se sentó bajo la sombra de un árbol con la esperanza de morirse dentro de la muerte, así fue que decidió concentrar su mirada en el lago que frente a él se desplegaba.

Fue entonces que notó aquella presencia y vio que ante su mirar se formaba un rostro pálido y esquelético, un semblante sin ojos y con una sonrisa perturbadora en cuyos márgenes se disolvía la piel.

Así fue que Mario Afrecho se enteró que el curandero de almas era en realidad la muerte y decidió preguntarle cosas de la vida.

ー ¿Cuál es el sentido de la vida? ーpreguntó.

 La muerte lo miró, pero no le dijo nada.

ー ¿Dónde está Dios? ーreclamó el hombre.

La muerte volvió a mirarlo, pero nuevamente no le dijo nada.

ー ¿Valió la pena ser una buena persona? ーinsistió.

La muerte siguió en silencio.

Fue ahí que Mario Afrecho se dio cuenta que discutía frente al reflejo que él mismo proyectaba en el lago, porque esa imagen de cuerpo sin ojos y bordes informes, no era otra cosa más que él mismo distorsionado por el agua.

El hombre supo entonces que las respuestas estaban dentro suyo y que siempre había sido así, que el sentido de la vida se lo daba cada uno, decidiendo ser bueno y actuando en consecuencia; que Dios no existía como aquel ser eterno en cuyos planes incomprensibles caíamos todos, y más bien estaba en las conductas correctas de uno mismo; y finalmente supo que sí valió la pena ser una buena persona, no por un paraíso más allá de la vida, pero sí por disfrutar de una conciencia tranquila. 



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