Albina Rodríguez Ocampo y el sueño del monasterio


 En el año del Señor de 1860, a los dos días del mes de junio, el teniente de cura del beneficio de Nuestra Señora de Nieves de Caraza, bautizó solemnemente, puso óleo y crisma, a un niño del día, hijo natural de don Julián Abasto y doña María Patiño. Se le puso el nombre de Simón.

Todos iban a recordar a aquel bastardo nacido en Santivañez, dueño de una estirpe que no era una estirpe y de un legado que no era un legado, pero pocos sabrían de la existencia de Albina Rodríguez Ocampo, la orureña de buena familia que supo dar su heredad y sus joyas para alimentar la ambición de su marido: don Simón Iturri Patiño, uno de los 10 hombres más ricos del mundo.

Atrás quedarían los días en que ella tuvo que empeñar sus alhajas para apostar por los sueños del marido, y raro sería aquel que sabría que fue esa apuesta firme y valiente la semilla que luego germinó en el imperio que formó Patiño. Sin embargo, como había sucedido en la historia una y otra vez, ello nunca evitó que ella asuma el rol secundario que arrastraba toda mujer en la vida.

Albina Rodríguez Ocampo lo supo una vez, en un sueño, y si bien nunca lo recordaría, sus memorias evocarían cada cierto tiempo una conversación, más sermón que charla, en la que ella participó en un lugar y en un tiempo siniestro.

Fue una típica noche parisina, cuando cayó rendida de una serie de compromisos asumidos por el hombre de su vida, bastó con que su cabeza se posara en la almohada de su habitación para que un sueño profundo se apodere de ella y una desolada pesadilla escamotee su descanso.

Soñó que iba montada en una carreta conducida por un hombre que en lugar de ojos tenía dos profundos socavones y cuya boca estaba cocida con tripas de gato. El paisaje era inconfundible, era algún lugar de la altipampa boliviana, donde a lo lejos se veían las cadenas de montañas que protegían a su patria.

No a lo lejos, pudo ver su lugar de destino, una edificación que en realidad era un monasterio casi abatido por la vejez y que subsistía enteramente engullido por una centenaria enredadera. 

Cuando el carruaje la dejó en la puerta de aquella abadía abandonada, atravesó un amplio ingreso, encumbrado por un arco escoltado por dos ventanales cubiertos por rocas, tras el cual se veía el templo mayor de un claustro casi devorado por la voraz trepadora.

Albina Rodríguez Ocampo caminó por el patio y en un rincón vio casi enterrado por la hiedra un descuidado huerto, de esos que alguna vez tuvieron la dicha de tener vida y de dar vegetales a quien de buen gusto se preciara, pero que ahora estaba muerto, no languideciendo ni decayendo, sino extinto desde la raíz misma de la existencia; sólo se notaban, a través de la maraña infranqueable formada por la centenaria enredadera, unas viejas losas, más piedra que arcilla, que seguramente en algún tiempo fungieron como pasos obligados para quienes otrora supieron cultivar y cosechar.

La colosal y grisácea planta que envolvía todas las paredes y las puertas del recinto, impactaba por su voracidad, ya que semejante monstruo supo atacar las puertas y las paredes, los pasillos y las ventanas, y no dudó en romper ventanas y vitrales para imponer su presencia arrolladora.

Movida quién sabe por qué impulso, Albina Rodríguez Ocampo ingresó en el templo de aquel monasterio y casi se cae de espaldas al ver la presencia de las imágenes de cientos de santos hechos de yeso que ocupaban de arriba abajo y de izquierda a derecha las altas paredes del templo. Las imágenes, que dominaban varios niveles y que en algunos casos se incrustaban unas sobre las otras, parecían dormir cubiertas de polvo y telaraña.

Fue en ese lugar que se topó con el alma de Buenaventura Carrasco, una sombra irreal y engullida por la penumbra, que afirmaba haber sido el último párroco de aquel lugar. 

Fue él, quien le dijo que en la vida y en la existencia, las mujeres jugaban un rol secundario en el dominio de los hombres, y le anticipó que la historia poco recordaría de ella, porque de quien hablaría sería de su marido, quien sería recordado como un gran señor del estaño. Le dijo, sin tapujos ni vergüenza, que siempre sería el «sexo débil», aún cuando en los momentos más difíciles, fue ella, y no otra, la que supo sostener al marido en las situaciones más complejas, incluyendo que fue ella la que tuvo que parir y educar a los hijos.

Pero el alma de Buenaventura Carrasco dijo más, pues le contó que desde tiempos antiguos ella, por ser mujer, no tenía derecho a disfrutar de placer alguno, incluido el de la procreación. Le contó a detalle cómo el mundo satanizó a las mujeres que sabían más que los hombres, hasta ponerles el rótulo de brujas, sólo para quemarlas vivas. Finalmente sentenció que su único rol en la vida era la maternidad y que era su deber apoyar a su marido.

Albina Rodríguez Ocampo no se preocupó, es más, en lo profundo sintió pena por aquel remedo de fantasma que la trataba de amedrentar. Convencida de que el ego era el principal problema de la humanidad, y que éste mismo era el motivo y razón de que tantos hombres ejerzan rudimentarias desproporciones ante las mujeres, miró con lástima al espíritu y sin remordimiento ni resignación, le dijo:

ー Pobrecito.

Removido en sus intenciones y estremecido en su ser, el espectro pareció encogerse sobre su propio vientre. Al irse, Albina Rodríguez Ocampo notó que la impresionante enredadera que rondaba por el lugar se marchitaba rápidamente, e incluso vio que en el olvidado huerto retoñaba el verdor.

Albina Rodríguez Ocampo despertaría de aquel sueño con la seguridad que aquella criatura tenía razón sobre muchas cosas, pero que estaba equivocada en lo esencial: ratificó entonces que a ella no le interesaban las primeras planas ni los negocios del marido, también confirmó que la riqueza no era una bendición, sino más bien una refinada esclavitud. Fue por eso que enfocó sus acciones en ayudar a la niñez desvalida de su amada patria.

Habiendo cumplido los 80 años, Albina Rodríguez Ocampo moriría un 27 de marzo de 1953, casi nada recordaría de aquella pesadilla convertida en sueño, pero su legado daría nacimiento a una obra que hoy en día atiende anualmente a 75.000 infantes y dota de 35.000 vacunas a niños bolivianos.

Albina Rodríguez Ocampo descansa hoy en Pairumani, en su amada Bolivia, donde será recordada por siempre.


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