Aquel diciembre sofocante se llevaron adelante unas elecciones caimas, convocadas por unas autoridades truchas y respaldadas por unos políticos sin dignidad. No era la primera vez que Nardo era azotada por las malas decisiones, desde que el coronel Vicuña había dejado de mandar en aquel sitio alejado de la protección de Dios, mucha gente había hecho y deshecho a su gusto y paciencia.
Por ello era que a nadie le resultó extraño que aquel mes se decida en una elección nacida muerta, nada más y nada menos que a las autoridades judiciales. El proceso había estado viciado desde sus inicios por una serie de demandas y recursos chicaneros que sólo buscaban prorrogar en el poder a aquellos que supieron aplicar las malas enseñanzas de quien estuvieron catorce años bajo el arrebato de la corrupción .
Arsenio Pajonal lo sabía, desde el instante en que notó que en aquel pueblo de muertos se replicaban los vicios que sofocaban a los vivos, adivinó que allí la división de poderes era sólo un cuento de hadas.
El viejo vivandero era un hombre formado en leyes que nunca entendió bien cómo lo mataron, porque según él su trabajo en vida había sido inmaculado. Arsenio Pajonal había ejercido como juez en un pueblo altiplánico donde supo administrar justicia al mejor estilo de los jurisconsultos más prestigiosos, pero también fue por eso que se convirtió en un obstáculo para el contrabando y en una amenaza para la corrupción. Por eso fue que, al cruzar la neblina que separa la vida de la muerte, decidió olvidarse de su formación y abrazó el oficio de vivandero, que era de lo que subsistía en Nardo.
Para él aún era claro el día en que llegó a Nardo y le dieron otra ropa porque la que llevaba puesta tenía una horrenda mancha de sangre, se le dificultaba también recordar cómo hizo la fila para que le asignen una tierra y un oficio, y menos aún rememoraba el momento exacto en que alguien le dijo que aquella era la muerte.
Sin embargo, todos le recordaban porque fue el primero en afirmar a voz en cuello que las elecciones judiciales eran un bodrio.
Lo gritó sin dudarlo, sin estar borracho y sin haber fumado nada raro. Sucedió una noche en el bar de don Isidro, sentado en la misma silla donde muchos años después el mismísimo coronel Vicuña tendría que aguantar una cháchara revolucionaria en pos de encontrar a su nieto.
Aquella noche en el fervor de las felicitaciones, se explayó afirmando que unas elecciones de jueces eran un absurdo lógico y una tiradera innecesaria de plata. Enaltecido por los beodos de turno, dijo más, pues aseveró que lo que se debería de hacer es conformar una comisión de notables que elijan a los jueces sin intromisión de las fuerzas políticas de turno, y que ellos serían quienes elegirían un órgano judicial independiente y ético.
Todos apoyaron a Arsenio Pajonal y desde entonces le llamaron “doctor”, pero como pasa en la vida real, lo oyeron sólo los ebrios y los borrachos de una incandescente noche de diciembre. Por eso las elecciones se llevaron a cabo un sábado 15 de aquel mes de sagitario, para mal de un pueblo acostumbrado a la corrupción de sus autoridades y a la imposición de la desgracia.
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