“La política es el arte de disfrazar de interés general el interés particular”, afirmaba Edmond Thiaudière, escritor y filósofo francés que, en una simple frase, resume una de las opiniones más generalizadas respecto a uno de los oficios más controvertidos del mundo.
Puede tratarse de un gobierno cualquiera en el corazón del continente más atormentado o de un poder supremo en el seno de una potencia mundial, lo cierto es que, tanto en uno como en el otro, el rol de los políticos está en el ojo de la tormenta.
Quizás se deba a que realmente pareciera que, “la política es el arte de servirse de los hombres haciéndoles creer que se les sirve a ellos”, tal cual aseveró en algún momento otro galo, el escritor y periodista Louis Dumur.
En los hechos es tan poco prestigioso ser político, que su ejercicio es sinónimo de corrupción y abuso, de prebenda e interés y de maldad y alevosía. Entonces, si es tan malo ser político, ¿por qué tanta gente aspira, por propio nombre y falso afán, llegar a ser uno? La respuesta es simple: el poder.
El ser humano es adicto al poder, lo persigue donde lo ve, lo anhela cuando se le escapa de las manos y es capaz de las peores atrocidades por sentir su maquiavélico placer. Nadie quiere ser político por servir a su pueblo, eso es lo que hay que decir para llegar al sillón del dominio y para caminar en los pasillos del poder. En verdad, el político de hoy busca hacerse de tu dinero, pretende que le demos vítores y aplausos por hacer un trabajo por el cual cobra mucho más que cualquiera de nosotros y encima te hace creer que todo lo que hace es por tu bien.
De esta lógica se salvan muy pocos y el maltrato y la prepotencia parecieran no tener ideología, porque pueden ser los de la izquierda o los de la derecha, basta con que se sientan poderosos y abusarán de quien se tenga que abusar.
A poco de acabar el año, con tristeza, pero sin sorpresa, podemos afirmar que nuevamente estos personajes han fracasado en el manejo de la cosa pública, su naufragio, año tras año, es tan evidente, que ya pareciera ser regla común en la mayoría de los pueblos del mundo.
Lejos quedaron los tiempos en que los griegos consideraban a la política un arte, una forma de ser y ejercer oficio y distinción en la sociedad; y pareciera que, en el tránsito de la historia, preferimos quedarnos con la visión de los sofistas, que lo mismo permitían el engaño y la manipulación a costa de obtener sus intereses, en desmedro de los socráticos, que por el contrario ponían como punto fundamental de todo a la verdad.
Este conjunto de aseveraciones aterriza en la realidad cuando vemos la gestión de los políticos en el mundo. Así tenemos a Pedro Sánchez en España, que a costa de sostenerse en el poder pacta con quien pueda sin importarle ética ni razón, y carece de todo, incluido el más básico sentido común y la menor vergüenza. Similar cosa pasa con rancios líderes del pasado, como Evo Morales en Bolivia, que bloqueo en mano y amenaza en alto pretende volver al poder aun cuando la ley, la ética y la moral se lo prohíben. Ejemplos abundan, y son tan injustas y hasta irracionales sus maneras de actuar, que pareciera que ya es tiempo de aceptar que la democracia ha fallado rotundamente.
Deberíamos considerar ya, sin miedo al equívoco, que es tiempo de evolucionar: los pueblos deberían de votar por programas, ya no por candidatos. La gestión pública sería cosa de gente formada en ello, cuyos nombres nunca saldrían en las grandes propagandas y quedaría más bien anotada en la letra chica de la dignidad y el servicio.
Quitaríamos así al ego, que es parte fundamental del poder y haríamos que los pueblos decidan el camino a seguir bajo el influjo y el límite que impongan los tecnócratas y los profesionales, sobre la base de la ciencia y la técnica, evitando así las falsas promesas de la ideología y el populismo.
Es momento de pensar y aplicar nuevas maneras de gobernar nuestros pueblos, porque si atendemos a lo que afirmaba Johann Wolfgang von Goethe, “el mejor gobierno es el que nos enseña a gobernarnos a nosotros mismos”.
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