El ego y el poder


El poder, en esencia, no es ni bueno ni malo. Su impacto depende de quién lo ejerce y con qué propósito. Sin embargo, a lo largo de la historia, ha demostrado ser una de las fuerzas más corrosivas cuando se entrelaza con el ego. Es entonces cuando la ética se debilita, la moral se distorsiona y los ideales que alguna vez inspiraron se desvanecen.

Desde las primeras sociedades humanas, el poder ha sido un elemento central en la organización social. En un principio, se imponía a través de la fuerza bruta, luego con el respaldo del conocimiento, la experiencia y la ley. Con el tiempo, se fusionó con la figura del líder y, finalmente, con la del político. Pero, sin importar la época o el sistema, siempre ha existido la tentación de utilizarlo para beneficio personal.

El filósofo John Acton advirtió sobre este riesgo con su célebre frase: "El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente." Esta idea sigue vigente en la actualidad, pues el atractivo del poder radica en su capacidad para inflar el ego. Es este el que transforma a líderes bienintencionados en figuras obsesionadas con el control. Lo que comienza como un deseo de cambiar el mundo se convierte en una lucha por mantener privilegios, rodearse de aduladores y perpetuarse en el poder.

El psicólogo David Owen, en su estudio sobre el "síndrome de hybris", describe cómo el poder prolongado genera en algunos líderes un sentido de invulnerabilidad y superioridad, llevándolos a tomar decisiones alejadas de la realidad. Esta desconexión ha sido la ruina de muchos gobernantes, desde monarcas absolutos hasta líderes democráticos que, una vez en el poder, se aferran a él con la misma intensidad que los tiranos a quienes prometieron combatir.

La historia está llena de ejemplos. Tanto los caudillos de derecha como los líderes de izquierda han caído en esta trampa. Grandes ideas y proyectos visionarios han sido abandonados o corrompidos por la sed de dominio. En algunos casos, las consecuencias han sido desastrosas, dejando sociedades fragmentadas y cicatrices difíciles de sanar.

Según el Índice de Percepción de la Corrupción 2022 de Transparencia Internacional, dos tercios de los países en el mundo están inmersos en la corrupción, con puntuaciones inferiores a 50 sobre 100. El promedio global es de 43 puntos, indicando niveles extremadamente altos de corrupción generalizada.

Por eso, cuando observamos a los poderosos, encontramos tanto a dictadores despiadados como a demócratas venerados. Lo que los distingue no es la ideología, sino su capacidad o incapacidad para contener su ego y poner el bien común por encima de sus ambiciones personales.

El poder es una prueba constante de carácter. Quienes logran ejercerlo sin sucumbir al ego pueden transformar sociedades para bien. Pero quienes lo convierten en un fin en sí mismo terminan atrapados en su propia ilusión de grandeza, dejando un legado de desilusión y decadencia. Como advirtió Friedrich Nietzsche: "Quien con monstruos lucha, cuide de convertirse en uno de ellos."



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