Concepción Recamo nunca sabría si aquel día tuvo un espasmo mal disimulado, una interpretación mediocre del destino o una desazón de la memoria.
Para aquella altura del año, la vieja profesora ya estaba
convencida que debería de cambiar sus hábitos más básicos para sobrevivir,
porque con los precios de las servilletas, el papel higiénico y el aceite,
estaba segura de que a partir de ahora era urgente y necesario limpiarse la
boca con las hojas de las plantas, limpiarse la cola con el pasto del jardín y
cocinar con grasa de camión.
Corría ya el aire frío de medio año y todo el mundo parecía
estar acostumbrado a las infinitas filas por la gasolina, al incremento
desmedido de los precios y a las mentiras reiteradas del gobierno. Diáfano era
el recuerdo de un tiempo pasado que, para entonces, se sentía lejano e
imposible, porque era una época en la que la vida era normal. Pero incluso ese
recuerdo era mentira, porque se vivía una falsa estabilidad, una comedia
romántica en la que se subvencionaba la gasolina y la harina, sin pensar que en
la vida real nadie te regala nada.
Cuando Concepción Recamo se tropezó con el cura del barrio,
no quiso ni pudo evitar comentar lo que venía pensando: «Por menos de esto
echamos a patadas al Goni».
El padre Leovigildo Cantalapiedra le entendió, tras
saludarla atentamente, coincidió plenamente con sus apreciaciones, no era una
casualidad, él había pensado lo mismo mientras estaba más de tres horas en la
fila para la gasolina.
ー Decía el Papa Francisco que «la corrupción es un mal más
grande que el pecado. Más que perdonado, este mal debe ser curado» ー
indicó el cura.
Ya acostumbrada a la resignación, Concepción Recamo
respondió con un sencillo «amén», y prosiguió su marcha. La mujer estaba
apurada, por aquel tiempo la tónica común era hablar de política, y ella tenía
un familiar, más ahijado que sobrino, que postulaba a uno de los tantos cargos
que distribuía la legislatura boliviana para armar un mar de burocracias y una
cantera de corrupciones.
Fue precisamente en ese momento, mientras llevaba los
papeles para la inscripción de su pariente, que se espantó al ver los precios
de los productos en el contrabando.
Para ella no era lógico pensar que tantos años después de la
llegada del socialismo, se debía votar por candidatos que incluso rechinaban de
lo oxidados que estaban, porque eran la única alternativa al poder de la
izquierda.
Abrumador también le era considerar la posible continuidad
del masismo, porque era este partido y su errada visión de la economía, el que
era responsable de la catástrofe que vivía día a día el pueblo boliviano.
Dándose una tregua, Concepción Recamo se detuvo y sacó ahí
nomás una conclusión básica y lógica. Su análisis era simple: nadie en su sano
juicio debería votar por un partido de izquierda, ya suficiente desmadre habían
provocado en la región como para darles una nueva oportunidad; lo que quedaba
era apostar por la derecha, y como ahí ninguno era santo de su devoción, habría
que aplicar el voto útil. Lo lógico era votar por el que tenga más
posibilidades, pero como las encuestas estaban digitadas y manipuladas por
quién sabe qué interés, aquella decisión debería salir del sentido común.
Esto último era lo que más preocupaba a Concepción Recamo,
porque el sentido común era algo que era muy escaso en esos días, pero no había
otra opción, esa sería la única esperanza de sacar el poder a quienes tanto
daño ya habían provocado.
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