Rufina Portoreño no hubiese podido evitar la sonrisa sincera que se le dibujó en el rostro.
ー Dios me perdone ーalcanzó a decir mientras se persignaba.
Dentro de ella, un sentido de justicia echaba raíces y germinaba en una alegría contenida en muchos años de impotencia. La razón era simple: el otrora mandamás de la Central Obrera caía preso.
Aquel incidente, que parecía la lógica consecuencia de los delitos cometidos por aquel sujeto, debería haber sido algo normal en cualquier estado de derecho, pero no había pasado eso en los veinte años de dominio populista.
Al verle enmanillado y camino al cadalso, Rufina Portoreño recordó con claridad cómo aquel vividor supo manipular, a diestra y siniestra, al organismo central de los obreros para apoyar, abiertamente, al gobierno de turno y beneficiarse, en privado, él mismo.
ー No es cristiano desear el mal ajeno ーse repitió a sí misma y se puso a mirar el horizonte con la misma expresión con que se mira el viento.
En aquel instante empezó a llover, era noviembre y el sopor de la tarde se reflejaba en su arrugada piel de mulata histórica. Al levantar la mirada, atisbó, sin equívoco alguno, una docena de polillas qué revoloteaba sobre ella.
ー Me estoy pudriendo ーdijo, y notó que lo más probable era que ella moriría antes que ver en la cárcel a decenas de políticos vividores que deberían de estar a la sombra por toda la eternidad.
Desde sus cincuenta años, Rufina Portoreño había generado el hábito de anotar, cada año, el nombre de alguien que debería estar en la cárcel por ser un probado corrupto o muerto por ser una persona que no vale la pena.
La lista estaba conformada por 38 nombres, los que había anotado con meridiana claridad y en ejercicio pleno de una ética pura y llana.
El reo de hoy, ocupaba el puesto veintitrés en su nómina. Ahí estaban varios expresidentes, ministros de estado y parlamentarios, muchos alcaldes y gobernadores, e incluso algún que otro cura.
Rufina Portoreño no se equivocaba, pues un par de días después, fallecería por muerte natural. Ella no lo notaría, porque a más de que algunas cosas le parecieron mal armadas, no supo hallar diferencia entre su rutina de viva y su cotidiano como muerta. Tuvo que ser su difunto marido el que le hizo notar su nueva condición: «Amor», le dijo una mañana en que fue a tocarle la puerta y ella se espantó al verle con esa expresión de tranquilidad que ella solía no entender en los tiempos difíciles.
ー Quiero que me ayudes a hacer una listaーle dijo el hombreー porque a este lado hay muchos que no merecen estar muertos y merecen nacer de nuevo.
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